jueves, enero 12, 2006

CATORCE KILÓMETROS.

PRÓLOGO.
Decidí cambiar mi itinerario y pasar una noche en Tánger, a pesar de lo sucia y cambiada que encontré la ciudad no me apetecía subir al Ferry recién bajado del coche que me trajo desde Assilah, estaba cansado del camino y lo único que me apetecía era estirar las piernas dando un paseo por el Zoco, respirar el mismo aire que respiraron Mark Twain y Tennessee Williams.

Dedicaría todo el día a perderme por la medina entre los angostos laberintos de calles empinadas y ventanas pintadas de color cielo, así haría tiempo muerto antes de irme a dormir, para al día siguiente, ya más descansado enfrentarme al mal trago de cruzar el Estrecho en Ferry.
No acababa de acostumbrarme al barco y sus meneos, a aquel constante balanceo entre dos tierras tan cercanas y a la vez tan lejanas. A pesar de años trabajando en la aduana, a pesar de haberlo cruzado mil veces no acababa de acostumbrarme.

Igual que nunca llegué a acostumbrarme del todo a las obligaciones ineludibles de mi trabajo, a la sin razón que suponía meter a alguien en la cárcel por llevar metido en el cuerpo unos gramos de hachís y que encima arriesgaba la vida en el intento.
Detener a alguien, sobre todo si era joven suponía casi una depresión para mi, ver sus caras impotentes u oir sus palabras desesperadas en busca de mi complicidad me partía el alma.
Pensaba en sus familias, en el dolor de sus madres, en la soledad y el vacío de la cárcel, sin novia, hermanos ni amigos a los que acudir.
Con el ánimo partido, lleno de contradicciones y después de muchos años de servicio me alejé de todo aquello, dejé la aduana para salvar el tiempo de vida que aun me pudiera quedar.
Acabé de tomar la decisión un día en el que tuve que enfrentarme a lo peor.
El chico era demasiado joven y me recordaba con suma claridad al mío propio, a mi propio chico, a mi propio hijo.

Después de coger habitación en un hotel y dar un largo paseo me senté en la terraza de un establecimiento y pedí té. Desde allí era posible divisar la antigua muralla y el rompeolas, allí el Mar Mediterráneo y el océano Atlántico se fundían en un abrazo inevitable y milenario.
Los fantasmas del pasado se hicieron un hueco en mis recuerdos y el olor de la hierba buena en el té me recordó a mi propia madre y a sus entrañables pucheros.
El agua del mar, los mareos en el Ferry y todo lo demás me recordó a Javi, otro fantasma del pasado.

CATORCE KILÓMETROS.

Una ¡Glub!, dos ¡Glub!, tres ¡Glub!...
A medida y a la vez que tragaba no dejó de observar ni un momento el interior de aquella pequeña y humilde habitación situada en lo más profundo de las entrañas del Pettit Zocco de Tánger.

Mustafá, mientras tanto, ponía el ritmo mediante sorbos cortos y sonoros a su vasito de té. Entre secuencias de varios sorbos y sin dar tregua al silencio le daba ánimos y quitaba importancia al asunto.
-Es nada joven paisha, he visto a mujeres metiéndose el triple que tú y sin quejarse, joven paisha- le decía con su acento afrancesado mientras Fátima, su hija, le rellenaba la tetera y le ponía por delante un cuenco con hermosos y brillantes dátiles.

Cuatro ¡Glub! Cinco ¡Glub!...

Intentando olvidarse de Mustafá y de sus vanos consejos observó cada rincón del habitáculo, empezó por los dos o tres espejos de cobre que colgaban de las paredes y acabó por cada mancha de humedad que adornaba las mismas.
Aquellas paredes le recordaban a las suyas propias, a las de su propio estómago y miró, asqueado, la décima bola antes de engullirla. Quedaban cinco.

Once ¡Glup! Doce …

Las cinco últimas eran las peores y el sólo hecho de verlas le angustiaba sobre manera. Mustafá por su parte seguía con lo suyo, tragando dátiles y sorbiendo ruidosamente el té de su pequeño vaso, entre sorbo y sorbo empezó a hablar de fútbol.

-Raúl, Figo, Zidanne…-

Rápidamente, cual taquígrafo endiablado, enunció la alineación completa del Real Madrid que ganó la última copa de Europa. Javi maldijo para sus adentros.

-Encima del Madrid, el moro éste de los…-

Javi siguió tragando, se tragó las quince bolas y la alineación merengue al completo.

Catorce ¡Glub glub! ...

-Roberto Carlos, Casillas.-

… y quince ¡Glub glub glub!..

-Ahora ya sabe joven “paisha”, a beber “mucho” agua y a pensar en cosas buenas y bonitas. Salam, joven “paisha”, Salam.-

Con el paladar amargo y el estómago oprimido salió de aquella casa en dirección al puerto, para llegar tendría que recorrer andando el corazón de la medina, pateando las estrechas calles sus propios intestinos empezaron a hablarle, a suplicarle más bien.

Trescientos gramos de hachís en bolas de a veinte y tragadas por el coleto no es moco de pavo y Javi, a sus dieciocho años lo hacía por cuarta vez, se iba dando cuenta de la basura que se metía en el cuerpo y en la basura que se metía él mismo.



La ida perfecta como siempre, catorce kilómetros de agua salada separando dos continentes y el Ferry atestado de turistas europeos, jóvenes y “jipiosos” la mayoría, en contraste con familias enteras marroquíes. Familias enteras cargadas de bártulos y maletas llenas de regalos y frustraciones.

Ya en Tánger el moro Mustafá le prepara la cosa...mientras, le cuenta mil batallitas de antaño, de los tiempos en los que empezaron a llegar los primeros culeros europeos y sólo llevaban tatuajes los legionarios, los marineros y los golfos.

Resuelto el trato quedaba lo peor, la vuelta.

En el puerto, con el estómago pesado como una lápida y unas ganas de vomitar
“Rexona” (nunca abandona) espera a que llegue el Ferry, compra agua y bebe sin sed.

-Seguro que la mar se pone brava, siempre me pasa, la policía marroquí no será problema, estarán más pendientes de sacarle los cuartos a los automovilistas que esperan en la cola, una gran cola, horas y horas desesperadas en espera de cruzar el charco- pensaba amargado.

Por fin dentro del Ferry y con casi una hora por delante de viento y olas Javi intentó dormir, olvidarse de su estómago y de la fatiga, olvidarse de todo.
A pesar de las nauseas, a pesar de los mil temores vestidos de verde y tricornio que le asaltaban los pensamientos; Javi consiguió medio dormirse y el suave balanceo del barco le hizo entrar en el ensueño.

"Así pudo trasladarse a su infancia, a su barrio, así pudo sentir de nuevo, una vez más, la pena por su hermano muerto en la Mar, otra vez la Mar, siempre la Mar.
Así pudo también recordar a su madre, a su querida madre, pudo sentir de nuevo su abrazo, su amor único e inigualable y pudo oír de nuevo aquellas nanas marineras que de pequeño le cantaba en susurros, mientras lo acurrucaba entre sus brazos de madre.
Así pudo recordar también sus sufrimientos, la tristeza irrevocable que produce la perdida de un hijo. Y pudo recordar también las palizas que les propinaba su padre, a él, a su hermano y a su madre.
Al principio no era así, todo cambió cuando los tiempos para la pesca fueron empeorando y su padre fue también cambiando, la frustración hizo que cada vez pasara más tiempo en la taberna y cuando volvía, la violencia latente, tantas veces desfogada en el mar se hacía presente en el hogar"

De pronto, un sentimiento de culpabilidad acabó por despertarle, las palizas y vejaciones sufridas por su madre se quedarían en nada si la policía lo atrapaba.

¿Que pensaría su pobre madre si lo detenían? Que disgusto, qué digo disgusto, sería todo un drama para ella, una gran decepción, que mal pagaba sus sufrimientos, sus sacrificios para darle una educación, sencilla si, pero honrada.

Ya una vez en la costa española, vía Algeciras, esos "casi sesenta minutos" le han parecido días y recorrer esos pocos kilómetros una odisea.
Al levantarse de su asiento estuvo a punto de vomitar, sabía como evitarlo pues no era la primera vez.
Así se quedó totalmente inmóvil durante unos segundos, respiró profundamente e intentó dejar la mente en blanco, olvidar el peligro de la aduana y los pensamientos escatológicos que le asaltaban a cada momento.
Debía estar tranquilo para que la policía no le notara el nerviosismo. La palidez de su rostro y el mal cuerpo no eran significantes pues la mayoría de los pasajeros llegaban a la otra orilla blancos como la cal y deshidratados por los mareos.
El nerviosismo era otra cosa, la policía y los perros te lo detectaban a la mínima, tenían un olfato especial que detectaba el miedo.

-La gente está confundida, aquí el que pasa miedo realmente es el traficante- pensó sonriendo para sus adentros.

Un poco más sosegado se puso a la cola tras un grupo de jóvenes mochileros, al ir avanzando en la fila, la cercanía cada vez más próxima de la aduana hizo que su corazón se acelerara, eso le hizo recordar a su novia, a su única novia hasta el momento en sus recién cumplidos dieciocho años.

“Recordó como su corazón se aceleraba cuando ella acercaba su aliento casi adolescente al de él, eran los mismos latidos, la misma velocidad pero… que diferentes se le hacían, qué diferencia tan radical en los sentimientos que los provocaban, que contraste de sensaciones, mientras el aliento de su chica en sus propios labios le ponía los vellos de punta, el aliento de la policía, acercándose cada vez más, lo sumía casi en la depresión”.

Por fin llegó su turno.

Un agente de aduanas le pidió pasaporte.

- ¿ Cuatro veces en un mes ? - le preguntó el policía.

-Tengo familia en Tánger y por eso voy tanto- contestó tímidamente.

- ¿Y hace dos meses no la tenías ? acompáñame chico.-

La fatiga, las naúseas y los mareos se quedaron en nada, lo peor estaba por venir en forma de miedo y humillación.
En una diminuta y sucia habitación, con el torso desnudo y los calzoncillos bajados hasta los tobillos fue tomando consciencia de la situación y, como me confesó allí mismo, fue aprendiendo que hay cosas en la vida que no merecen el precio pagado.

Fin

1 comentario:

Anónimo dijo...

un relato corto pero con mucho contenido, me gusta.